Café con leche project
Albert Einstein y Shakespeare aunque me gustan muchos.. Dali, Blake, Oscar Wilde, Frost, Thoureau...
Tanto
si volvemos la vista atrás, a un siglo que será recordado por su voluntad de
romper las cadenas clásicas, como si miramos hacia delante, a una época que
aspira a alimentar la creatividad necesaria para la innovación científica, una
figura destaca como icono supremo de nuestra era, el bondadoso refugiado de la
opresión cuya desordenada melena, brillantes ojos, contagiosa humanidad y
extraordinaria inteligencia hicieron de su rostro un símbolo y de su nombre un
sinónimo del genio. Albert Einstein fue un pionero dotado de una gran
imaginación y guiado por la fe en la armonía de la obra de la naturaleza. Su
fascinante historia, un testamento del vínculo entre creatividad y libertad,
refleja los triunfos y tumultos de la época moderna. Ahora que sus archivos se
han abierto completamente, es posible explorar cómo el lado privado de Einstein
-su personalidad inconformista, su instinto de rebeldía, su curiosidad, sus
pasiones y desapegos- se entretejió con su lado político y su lado científico.
Conocer al hombre nos ayudará a comprender las fuentes de su ciencia, y
viceversa. Su carácter, su imaginación y su genio creativo se hallaban
mutuamente relacionados, como si formaran parte de una especie de campo
unificado.
Pese a su reputación de persona distante, en
realidad era apasionado tanto en su vida personal como en sus afanes
científicos. En la universidad se enamoró locamente de la única mujer que había
en su clase de física, una oscura y vehemente serbia llamada Mileva Maric´.
Tuvieron una hija ilegítima, luego se casaron y tuvieron otros dos hijos. Ella
actuó como caja de resonancia para sus ideas científicas y le ayudó a verificar
las fórmulas matemáticas de sus artículos; pero a la larga su relación se
desintegró. Einstein le ofreció un acuerdo. Algún día, le dijo, ganaría el
Premio Nobel; si ella le concedía el divorcio, él le daría el dinero del
premio. Ella lo pensó durante una semana y acabó aceptando. Dado que sus
teorías eran tan radicales, habrían de pasar diecisiete años tras su milagrosa
producción desde la oficina de patentes para que finalmente obtuviera el
galardón y ella cobrara.
La vida y obra de Einstein reflejan el trastorno
de las certidumbres sociales y los absolutos morales que caracterizó la
atmósfera modernista de comienzos del siglo xx. Flotaba en el aire un
imaginativo inconformismo; Picasso, Joyce, Freud, Stravinski, Schünberg y otros
rompían los límites convencionales. Y asimismo formaba parte de esa atmósfera
una concepción del universo en la que el espacio y el tiempo y las propiedades
de las partículas parecían basados en los caprichos de la observación.
Einstein, sin embargo, no era un auténtico
relativista, aunque fuera así como muchos lo interpretaran, incluyendo algunos
cuyo desdén estaba teñido de antisemitismo. Por debajo de todas sus teorías,
incluida la relatividad, subyacía la búsqueda de constantes, certezas y
absolutos. Einstein creía que existía una realidad armónica tras las leyes del
universo y que el objetivo de la ciencia era descubrirla. Su búsqueda se inició en 1895, cuando a los dieciséis años de edad
trató de imaginar qué sentiría alguien que viajara con un rayo de luz. Una
década más tarde tendría lugar su año milagroso, descrito en la carta
anteriormente mencionada, que sentaría las bases de los dos grandes avances de
la física del siglo xx: la relatividad y la teoría cuántica.
Una década después de eso, en 1915, arrebató a la naturaleza su gloria suprema
con una de las teorías más hermosas de toda la ciencia, la teoría de la
relatividad general. Como en el caso de la relatividad especial, su pensamiento
había evolucionado a través de experimentos mentales. "Imagine que se
encuentra en un ascensor completamente cerrado que es objeto de una aceleración
a través del espacio", conjeturaba en uno de ellos; "los efectos que
sentiría resultarían indistinguibles de la experiencia de la gravedad".
La gravedad, imaginó, era una deformación del espacio y el tiempo, e ideó unas
ecuaciones que describían cómo la dinámica de esta curvatura se deriva de la
interacción entre materia, movimiento y energía. Ello puede describirse
mediante otro experimento mental. Imagine que se hace rodar, por ejemplo, una
bola de bolera sobre la superficie bidimensional de una cama elástica. Una vez
que esta se haya detenido, haremos rodar unas cuantas bolas de billar. Estas
últimas se moverán hacia la bola de bolera no porque esta ejerza alguna
atracción misteriosa, sino debido al modo en que hace curvarse el tejido de la
cama elástica. Ahora imagine que eso mismo sucede en la superficie tetradimensional
del espacio-tiempo. Es cierto que imaginar esto último no nos resulta nada
fácil, pero precisamente por eso nosotros no somos Einstein y él sí.
El punto medio exacto de su carrera tuvo lugar una década después de eso, en
1925, y resultó ser asimismo un punto de inflexión. La revolución cuántica que
Einstein había ayudado a iniciar se estaba transformando en una nueva mecánica
que se basaba en incertidumbres y probabilidades. Ese año hizo sus últimas
grandes contribuciones a la mecánica cuántica, pero al mismo tiempo empezó a
oponerse a ella. Einstein pasaría las tres décadas siguientes, hasta finalizar
con unas cuantas ecuaciones garabateadas en su lecho de muerte en 1955,
criticando tenazmente lo que él consideraba el carácter incompleto de la mecánica
cuántica, al tiempo que trataba de incorporar esta a una teoría del campo
unificado.
Tanto durante sus treinta años de revolucionario como durante sus treinta
posteriores de opositor, Einstein se mantuvo constante en su voluntad de ser un
solitario serenamente divertido con un confortable inconformismo. De
pensamiento independiente, se dejaba arrastrar por una imaginación que rompía
los límites del saber convencional. Era una oveja negra, un rebelde reverente,
y se guiaba por la fe -llevada con ligereza y con cierto guiño- en un Dios que
no jugaba a los dados dejando que las cosas acontecieran por casualidad.
El rasgo inconformista de Einstein era evidente tanto en su personalidad como
en sus ideas políticas. Aunque suscribía los ideales socialistas, era demasiado
individualista para sentirse cómodo con un control estatal excesivo o una
autoridad centralizada. Su instintivo desapego, que tan bien le serviría como
joven científico, le hacía alérgico al nacionalismo, al militarismo o a
cualquier cosa que oliera a mentalidad gregaria. Y hasta que Hitler le hizo
revisar sus ecuaciones geopolíticas, fue un pacifista instintivo que defendió
la objeción a la guerra.
Su historia abarca el amplio recorrido de la ciencia moderna, de lo
infinitesimal a lo infinito, desde la emisión de fotones hasta la expansión del
cosmos. Un siglo después de los grandes triunfos de Einstein seguimos viviendo
todavía en su universo, un universo definido a escala macroscópica por su
teoría de la relatividad y a escala microscópica por una mecánica cuántica que
se ha revelado duradera pese a seguir resultando desconcertante.
Sus huellas impregnan todas las tecnologías actuales. Las células
fotoeléctricas y los láseres, la energía nuclear y la fibra óptica, los viajes
espaciales e incluso los semiconductores; todo ello tiene su origen en las
teorías de Einstein. Fue él quien firmó la carta dirigida a Franklin Roosevelt
en la que advertía de la posibilidad de construir una bomba atómica, y su
célebre ecuación que relacionaba la energía y la masa flota en nuestra mente
cada vez que recordamos la nube en forma de hongo resultante de ella.
El salto a la fama de Einstein, que se produjo cuando las mediciones realizadas
durante un eclipse vinieron a confirmar su predicción acerca de en qué medida
la gravedad hace curvarse la luz, coincidió con el nacimiento de una nueva era
de celebridades, al que también contribuyó. Einstein se convirtió en una
supernova científica y en un icono humanista, en uno de los rostros más famosos
del planeta. La opinión pública se afanó en tratar de comprender sus teorías,
lo elevó a la categoría de genio de culto y lo canonizó como una especie de
santo secular.
Si no hubiera tenido aquella desordenada melena y aquellos ojos penetrantes,
¿se habría convertido de todos modos en uno de los rostros científicos
predominantes de los pósters de la época? Supongamos, a modo de experimento
mental, que hubiera tenido un aspecto más similar al de Max Planck o al de
Niels Bohr. ¿Habría permanecido confinado a la órbita propia de su reputación,
es decir, la de un mero genio científico? ¿O de todos modos habría dado el
salto al panteón habitado por Aristóteles, Galileo y Newton?
Personalmente creo que lo cierto es esto último. Su obra tenía un carácter muy
personal, una impronta que la hacía reconociblemente suya, del mismo modo que
un Picasso es perfectamente reconocible como Picasso. Dio saltos imaginativos y
discernió grandes principios a través de experimentos mentales en lugar de
hacerlo a través de inducciones metódicas basadas en datos experimentales. Las
teorías que resultaron de ello fueron a veces asombrosas, misteriosas y
contrarias a la intuición, y sin embargo contenían nociones capaces de cautivar
la imaginación popular, como la relatividad del espacio y el tiempo, E = mc2,
la curvatura de los rayos de luz o la deformación del espacio.
A esta aureola venía a sumarse su sencilla humanidad. Su seguridad interior se
veía atemperada por la humildad de quien siente reverencia ante la naturaleza.
Podía mostrarse despegado y distante de las personas cercanas a él, pero con
respecto a la humanidad en general, emanaba una auténtica bondad y una amable
compasión.
Sin embargo, pese a todo su atractivo popular y su aparente accesibilidad,
Einstein también vino a simbolizar la percepción de que la física moderna era
algo que el profano común y corriente no podía comprender, "competencia de
unos expertos cuasi sacerdotales", en palabras del profesor de Harvard
Dudley Herschbach. No siempre había sido así. Galileo y Newton fueron ambos
grandes genios, pero su explicación mecánica del mundo, a base de causas y
efectos, era algo que las personas reflexivas podían llegar a comprender. En el
siglo xviii de Benjamin Franklin y en el xix de Thomas Edison, una persona
culta podía adquirir cierta familiaridad con la ciencia e incluso hacer sus
pinitos como científico aficionado.
Dadas las necesidades del siglo xxi, habría que recuperar, si es posible, el
interés popular por las empresas científicas. Esto no significa que toda la
bibliografía importante deba dedicarse a popularizar una física diluida o que
un abogado de empresa deba estar al día en física cuántica. Lejos de eso,
significa que la apreciación por el método científico constituye un valioso
activo para una ciudadanía responsable. Lo que la ciencia nos enseña, de manera
harto significativa, es la correlación entre evidencias factuales y teorías
generales, algo que ilustra muy bien la vida de Einstein.
Asimismo, el aprecio por las glorias de la ciencia constituye un rasgo festivo
para toda buena sociedad. Nos ayuda a permanecer en contacto con esa capacidad
de asombro, propia de la infancia, ante cosas tan ordinarias como las manzanas
que caen o los ascensores, lo que caracteriza a Einstein y a otros grandes
físicos teóricos.
De ahí que merezca la pena estudiar a Einstein. La ciencia es estimulante y
noble, y su búsqueda constituye una misión encantadora, tal como nos recuerdan
las epopeyas de sus héroes. Cerca del final de su vida, el Departamento de
Enseñanza del estado de Nueva York le preguntó a Einstein en qué creía que las
escuelas debían hacer mayor hincapié. "En la enseñanza de la historia
-repuso este-, deberían estudiarse extensamente las personalidades que
beneficiaron a la humanidad a través de la independencia de carácter y de juicio."5
él mismo entra en esta categoría.
En una época en la que, frente a la competencia global, se da un nuevo énfasis
a la enseñanza de la ciencia y de las matemáticas, debemos señalar también la
segunda parte de la respuesta de Einstein: "Hay que acoger los comentarios
críticos de los estudiantes con un espíritu cordial -añadió-. La acumulación de
material no debe asfixiar la independencia de los estudiantes". La ventaja
competitiva de una sociedad no vendrá de lo bien que se enseñe en sus escuelas la
multiplicación y las tablas periódicas, sino de lo bien que se sepa estimular
la imaginación y la creatividad.
Ahí radica la clave -creo- de la genialidad de Einstein y de las lecciones de
su vida. De joven estudiante nunca se le dio bien el aprendizaje de memoria. Y
más tarde, como teórico, su éxito provino, no de la fuerza bruta de su
capacidad mental, sino de su imaginación y su creatividad. Podía construir
ecuaciones complejas, pero lo más importante era que sabía que las matemáticas
constituyen el lenguaje que usa la naturaleza para describir sus maravillas.
Así, fue capaz de visualizar cómo las ecuaciones se reflejaban en realidades;
cómo las ecuaciones del campo electromagnético descubiertas por James Clerk
Maxwell, por ejemplo, se manifestarían en un muchacho que viajara con un rayo
de luz. Como declaró en cierta ocasión, "la imaginación es más importante
que el conocimiento".Ese enfoque le exigió adoptar una actitud
inconformista. "¡Viva la imprudencia! -le dijo exultante a la amante que
más tarde se convertiría en su esposa-. Es mi ángel guardián en este
mundo." Muchos años después, cuando otros creían que su renuencia a
suscribir la mecánica cuántica demostraba que había perdido su agudeza, él se
lamentaba: "Para castigarme por mi desprecio a la autoridad, el destino ha
hecho que me convierta en autoridad yo mismo".Su éxito provino de
cuestionar la opinión convencional, de desafiar la autoridad y de maravillarse
ante misterios que a otros les parecían mundanos. Ello le llevó a adherirse a
una moral y una política basadas en el respeto a las mentes libres, los
espíritus libres y los individuos libres. La tiranía le repugnaba, y veía la
tolerancia no simplemente como una virtud agradable, sino como una condición
necesaria para una sociedad creativa. "Es importante fomentar la
individualidad -decía-, ya que solo el individuo puede producir las nuevas
ideas."Este punto de vista hizo de Einstein un rebelde que respetaba la
armonía de la naturaleza, que tenía la mezcla exacta de imaginación y sabiduría
para transformar nuestra comprensión del universo. Y estos rasgos son
exactamente tan vitales en este nuevo siglo de globalización, en el que nuestro
éxito dependerá de nuestra creatividad, como lo fueron a comienzos del siglo
xx, cuando Einstein contribuyó a introducirnos en la era moderna.
William Shakespeare fue un hombre genial que escribió saqueando mil
fuentes (no le importó la originalidad argumental en exceso) y respetó a
Marlow, el único dramaturgo que pudo haberle hecho sombra, de no haber muerto,
asesinado, en la primavera de 1593. Sin embargo, por importante que sea o pueda
parecernos, Shakespeare, mientras vivió fue sólo “Shakespeare” -un escritor
notable, entre otros- no aún “el genio de Shakespeare”.
Ese “genio” y cuanto implica (nos relata minuciosamente Bate) surge en el siglo
XVIII cuando -con el apoyo alemán- Shakespeare se convierte en el “bardo
nacional de Inglaterra”. Poco después Inglaterra se convierte a su vez en la
primera potencia mundial -política y económicamente- y muy poco después aún, el
inglés pasará a ser la lengua universal, por excelencia. Shakespeare (sin duda
merecidamente, pero con esas inestimables ayudas) es ya “el genio de
Shakespeare”, es decir, no sólo unas cuantas obras maestras (Hamlet, Macbeth,
El rey Lear...) sino, además, un entramado de cuestiones histórico-eruditas y
un mundo que produce máximas, aforismos, respuestas, imágenes (pictóricas y
luego cinematográficas) y finalmente nuevas obras derivadas del original...
Sin Shakespeare muchos pintores prerrafaelistas o románticos habrían pintado de
otra manera (pensemos en el hermosísimo cuadro de John Everett Millais, Ofelia,
o antes en otros lienzos del alemán Fuseli). Los románticos alemanes del Sturm
und Drang elevaron a Shakespeare a la categoría de genio apasionado, y desde
entonces, cada siglo ha debido hacer sus lecturas distintas del
dramaturgo/poeta...
Ludwig Wittgenstein decía sentir “perplejidad” ante Shakespeare. No lo veía
como perfecto de tal forma que su grandeza debía residir en ser cual es. Bate
titula este capítulo: “¿Cómo demuestro que me gusta un traje de chaqueta? Sobre
todo, llevándolo puesto.” Frase de Wittgenstein.
No, William Shakespeare, lógicamente, es menos (por mucho que fuera) que “el
genio de Shakespeare”. Y termina Bate haciendo una suposición, a mi entender,
parcialmente equivocada. Si España hubiese vencido a Inglaterra (cuando la
Invencible, digamos) hoy el papel mundial de Shakespeare lo tendría Lope de
Vega y él estaría escribiendo El genio de Lope. Naturalmente, Lope fue más
dramaturgo que Cervantes, pero si hay un autor hispánico que puede -y debe-
compararse a Shakespeare ese es Cervantes (murieron el mismo día del mismo año)
y no Lope, pese a su importancia. Shakespeare, más que un autor, es un
universo. Un libro entretenido, lleno de saber y que no agota (falta por lo
menos Orson Welles) “el genio de Shakespeare”.
William Shakespeare
nació el 23 de abril de 1564 en Stratford-upon-Avon. Era el hijo mayor de John
Shakespeare, un comerciante que llegó a tener cargos importantes en la política
local. A los 18 años se casó con Anne Hathaway. La novia era 8 años mayor y
estaba en avanzado estado de gestación. Se ha especulado con que fue abogado,
soldado, marinero, actor o impresor, pero lo único cierto es que dejó Stratford
y se unió a una compañía teatral, se fue a Londres y comenzó a escribir. Así
nació el Shakespeare dramaturgo y actor. El mito.